Lineas de papel, que atraviesan los muros, se pierden en el interior.
Y salen por los oídos. Se mezclan en el ambiente, te hacen sentir bien.
Recorren las montañas.
Llegan a tu casa.
Se meten bajo tu cama.
Brillan frente a mi.
Esperar lo inesperado. Lo inesperado espera.
La última vez que celebramos, por los dos, por nosotros.
Hablo de los caminos que se bifurcan. Encuentros que parecen que jamás sucederán, y el beso que sí significo adiós.
Esperar lo inesperado con la esperanza que nunca se muere.
Pero si se ahoga.
Se quedó atrás. Escondida. Refugiada de las palabras que tal parece no quisiste leer.
O las leíste. Lo pensaste. Tantas veces y durante tanto tiempo que cuando quisiste correr a las vías del tren para por fin cometer el suicidio que habías considerado, porque aunque doloroso, podría ser tu salvación.
Y aunque las viste a lo lejos y percibiste su olor de hierro oxidado, y lo saboreaste como si fuese tu boca la que las lamia una y otra vez. Alucinaste el momento en el que tú cabeza se haría pedazos en ellas. Cuando por un momento pensaste que ya serían tuyas, cuando todo parecía seguro.
Las vías se movieron.
El tren dejo de pasar enfrente de tu casa.
Y no hubo forma de regresarlas a ti.
En lamentos y sollozos. En otros brazos, quizás.
En otros ojos e ideas totalmente sucias, tal vez.
Podrás consolarte. Lo haces.
Las vías siguieron su camino.
Lejos de ti.
Más lejos de él.
Pero cerca de aquél.
Que no estaba programado.
Que nadie lo imaginaba.
Pero te ha fundido entre sabanas blancas y soles prófugos.
Ha despertado deseos incontrolables de constantes nirvanas.
Te sonroja y te hace sudar.
Te derrite.
Se derrama.
Y sudan.
Una y otra vez.
Y otra más.
Hablo también en primera persona, en segunda y tercera.
La protagonista de las historias siempre he sido yo.
Yo, la escritora frustrada, con dotes artísticos y demonios enterrados.
Que se liberan. Y seducen. Lo sedujeron. Y me gustó.
Me gustó dejarme hacer tuya.
Y saber que eres mío.
Mi deseo único y carnal.
Explota.
Y sin tocarme, sin nisiquiera rozarme, enciendes los infiernos que se habían apagado.
Los 26 años llegaron llenos de lujuria.
Lujuria que pudo ser tuya.
Que era tuya.
Porque te quedaste con mi último aliento.
Sin embargo, son de él.
El que se desvive por mis placeres mundanos y me complace a cada momento.
Y mi piel.
Mi piel que siempre será de el otro.
El que no me toca, que no me habla, que no me ve, pero sabe que soy suya.