La única opción que tenía era callarse.
Dejaste de luchar.
Dejaste de escuchar.
Recorrías las calles como si fueran olas. Sólo te dejabas llevar.
Perdiste el sentido del aire.
Ya no saboreabas la música.
Te estabas desvaneciendo...
Esa mañana, apresuradamente, te pusiste las calcetas. Le diste unos tragos al café más amargo, y no secaste tu cabello.
Saliste como si hubiese alguien esperando abajo.
No había nadie.
Caminaste, esperanzada, a escuchar la palabra que te iba hacer retroceder. Que te haría iniciar todo. Que le devolvería el calor al corazón que estaba más que quebrado. Que habías parchado una y otra vez, porque eres una romántica empedernida.
Porque una parte de ti, quería que eso pasara. Querías ver, aunque sea por un momento, que existía la remota posibilidad de que todo tu cuento de hadas se volviera realidad. Que si había un principe, que si eras la musa, que si había algo. Lo que sea. Que vivía algo entre esa maraña de ropas tiradas, sábanas, libros, música y videojuegos. Algo más allá de sólo buena compañía. Querías creer.
Querías creer lo que siempre habías negado.
Sin embargo, lo único que oiste, fue el ruido de los autos a la distancia. La soledad del viento en los árboles. Algo se rompía. El sonido de un cristal, que no era cristal.
Una ranura más, cuarteado de nuevo.
Volviste la cabeza, pensando que estaría ahí, gritando por ti, aclamando por ti. Pidiendo tu regreso.
Vacio.
Se escurrieron unas lagrimas.
Respiraste profundamente, y una vez más, lo dijiste "no me quiero volver a enarmorar".